NAPOLEÓN VISITA MADRID

May 12, 2024

SALVÓ LA NAVE

May 7, 2024

Medalla del 5º Ejército Español de Extremadura, que liberó en Madrid con el de Arthur Wellesley, Vizconde de Wellington por entonces y Duque de Ciudad Rodrigo.

Fue la única medalla que tuvo el 5º Ejército en su historia y quienes sirvieron en él la llevaron siempre hasta su muerte.

Aunque fue concedida por otra acción era la medalla distintiva de este Ejército que contribuyó a liberar Madrid con los británicos y los portugueses en 1812, después de la batalla de los Arapiles.

«Salvó la nave que zozobra / Al duque de Alburquerque y su exetº»

Tomado de mi amigo Arsenio García.

AL PUEBLO DEL DOS DE MAYO

May 4, 2024

El 4 de mayo de 1908 se inauguró la escultura dedicada al pueblo del Dos de Mayo realizada por Aniceto Marinas.

Conmemora el heroísmo y sacrificio del pueblo de Madrid el Dos de Mayo de 1808 mediante un grupo escultórico formado por un artillero (el capitán Luis Daoíz) apoyándose en los restos de un cañón, un chispero (Juan Manuel Malasaña), una maja (su hija Manuela Malasaña), un niño (anónimo) y un ángel victorioso, rescatando la bandera caída.

La ceremonia de inauguración contó con la intervención como oradores del conde de Peñalver (alcalde de Madrid) y Antonio Maura (presidente del Consejo de Ministros); Alfonso XIII finalmente procedería a descubrir el monumento.

Es conocida la anécdota de que no dió tiempo a fundir el grupo a tiempo para la fecha en que estaba prevista su inauguración, y tuvo que hacerse con una réplica en escayola patinada. La sorpresa llegó cuando empezó a llover y la estatua comenzó a desteñirse. Finalmente, en noviembre de ese mismo año pudo colocarse la escultura definitiva.

En un principio fue colocada en la glorieta de San Bernardo, trasladándose después a la glorieta de Quevedo. En 1967 se trasladó a su actual ubicación, de momento, frente a la iglesia de Santa Teresa, junto a la plaza de España, en el arranque de la calle Ferraz, donde anteriormente se levantaba la estatua al Teniente General Manuel Cassola.

EL DOS DE MAYO DE JOSÉ BUCHS

abril 28, 2024

LA GUERRA DE INDEPENDENCIA. SERIE. CAP.3

abril 24, 2024

CLARA DEL REY

marzo 11, 2024

«Clara del Rey y Calvo fue una de las más ilustres heroínas del Parque de Artillería. Tenía cuarenta y siete años y era natural de Villalón del Campo. Habitaba en la calle de San José a las Maravillas, número 11, patio –actual calle Valverde–. Desde el primer momento del tumulto exhortó a su marido, Manuel González Blanco, y a sus tres hijos, Juan, Ceferino y Estanislao, el mayor de diecinueve y el menor de quince años, a tomar parte en la jornada patria, «ayudando a los heroicos artilleros españoles». Trabado el combate, no se apartó un momento del lado de los cañones, donde, acalorando con sus exhortaciones el valor de sus hijos, recibió la muerte, herida en la frente por el casco de una bala de cañón. Se la enterró de misericordia en el Camposanto de la Buena Dicha. El mayor de sus hijos, Juan González Rey, adorando el recuerdo heroico de quien le dio el ser, sentó plaza de soldado en la 5ª Compañía del tercer escuadrón de Cazadores de Sagunto e hizo la guerra «para defender la Patria y para vengar a su madre».»

Monumento dedicado a Clara del Rey, ubicado en la plaza de las Comendadoras de Madrid (España). Obra del escultor César Orrico. Realizada en bronce fundido, de 85 centímetros de alto, 85 de largo y 45 de ancho. El monumento fue inaugurado el 30 de marzo de 2023.

MARÍA «LA BUEN PELO»

marzo 10, 2024

Episodio del Dos de Mayo de 1808

                Las ocho de la mañana acababan de sonar en el viejo reloj de la cercana iglesia de Santo Domingo, cuando el anciano D. Bruno entraba en su humilde cuartucho de la calle de la Cueva, y mascullando el Benedicite, se despojaba de la mugrienta teja y colgaba en la percha su verdinegro manteo.

                — ¡Vaya por Dios!—murmuraba entre los descabalados dientes— Ya hemos celebrado misa… Por cierto que no he visto en la iglesia á ese picarón de Antoñuelo que casi todos los días me sirve de monago y al que he recomendado mucho que no me falte uno solo al Santo Sacrificio… Pero ya, ¡que si quieres! Váyale su merced con encargos á un mozalbete que acaba de cumplir los diez y ocho años y que tiene más aire en la mollera que el mismo Godoy… Pero ¿qué estoy diciendo, Señor? Esto es murmurar… y después de comulgado… ¡Miserere mei Domine, miserere mei!

                La señora Rosa cortó el monólogo del cura entrando con el pocillo de chocolate que servía á su amo de desayuno.

                — ¡Santos y buenos días dé Dios á vuestra merced!—dijo, besándole la mano.

                — Así sea, mi buena Rosa.

                — Estaba intranquila por su tardanza, pues acabada la misa volvíme á casa y vi que tardaba su merced.

                — Detúvome el Padre Genaro dándome nuevas de lo que sucede con esos excomulgados franceses, y… ¡Dios quiera y la Virgen Santísima de la Paloma, que no tengamos que sentir con ellos!

                — Pues, ¿qué pasa, señor amo?

                — Que quieren llevarse á Francia á los infantes,

                — ¡Jesús, María y José!—dijo el ama, santiguándose— ¡Sólo esto nos faltaba! ¡Bandidos! ¡Perros! iHerejes!…

                — ¡Alto! ¡Alto, mi buena Rosa!… Repara en que estás ofendiendo á Dios con esas palabrotas, hija. Al fin y al cabo, son nuestros prójimos…

                Un sordo rumor se oía en la calle de San Bernardo, semejante á la marejada que precede á la tormenta.

                El cura, que había tomado el último trozo de pan para mojarle en el chocolate, lo dejó caer sobre la mesa y corrió presuroso á la ventana.

                Un grupo de hombres y mujeres pasaba corriendo por la esquina de la calle y dando gritos de:

                — ¡A Palacio! ¡A no dejarlos salir!

                Y como si hubiese sido una respuesta á la provocación, sonó el estruendo de una descarga.

                D. Bruno cerró la ventana y fue á caer con desaliento en el sillón frailero.

                — ¿Dios mío?—exclamó— ¿Qué va á suceder aquí?

                En aquel momento abrióse la puerta de la sala y penetró en la habitación una hermosa joven vestida con el airoso traje que usaban las manolas de Maravillas, y sin decir palabra, besó la mano del sacerdote y puso dos panes sobre la mesa, dejándose caer sobre una silla que tenía cerca.

                La recién llegada era una mujer de unos veinte años, alta, regordeta, con un rostro moreno trigueño que animaban dos hermosos ojos negros, el seno alto y robusto, y una abundante cabellera que le había valido el remoquete de la Buen pelo. Venía agitada y nerviosa, encendidas las mejillas en rojo carminoso, y su pecho se agitaba en ondulaciones rítmicas producidas por la fatiga.

                — ¿Qué te pasa, María? —preguntó el ama del cura.

                La aludida secóse el sudor con el delantal, aireóse un momento el rostro y contestó:

                — Ná, señá Rosa; pero le juro que me va á pasar algo- ¿No sabe su merced lo que hay?

                — No, hija mía.

                — Pues, que están matando al pueblo de Madrid en la plaza de Palacio.

                — ¡Ave Alaría Purísima!—dijo el sacerdote, poniéndose en pie.

                — Lo que oyen vuesas mercedes. Los gabachos han arcabuceado á la gente que rodeaba los coches de los Infantes, y á estas horas está armada la jarana.

                — ¿Pero, qué es lo que dices, criatura?— preguntó, ansiosamente, D. Bruno.

                — La verdad, padre mío; oigan sus mercedes, que aún se oyen los tiros.

                Hubo unos momentos de silencio, durante los cuales se percibió distintamente el sonido de algunos disparos.

                — Por eso—prosiguió la Buen pelo—, he traído dos panes en vez de uno; porque si se enreda la madeja…

                — ¡Mueran los franceses!—gritó una voz bajo las ventanas del cura.

                María se levantó como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, y arrodillándose ante el anciano sacerdote, exclamó:

                — Padre; déme vuesa mercé la asolución.

                — ¿Qué estás diciendo, María?

                — Que yo me arrepiento de tóo lo que he hecho malo; hágase su mercé la cuenta que me estoy confesando y asuélvame pronto.

                — Pero ¿qué piensas hacer?

                — Mire, padre D. Bruno; vuesa mercé ya es viejo y bastante hará con rezar por los demás; pero los jóvenes tenemos nuestro sitio en otra parte y cómo es posible que vayamos para no volver, no quiero morir condenada.

                Y tomando la mano del sacerdote, la puso sobre su cabeza, obligándole á que la absolviese.

                Levantóse presurosa, abrazó efusivamente á la señora Rosa y bajó á saltos la escalera, gritando:

                — ¡A Palacio los buenos mozos! ¡Vamos á matar franceses!

*             *             *

                María Felipa Coste (a) María la Buen pelo, había dicho la verdad.

                Murat, que con una farsa indigna había hecho salir de Madrid á Fernando VII, dispuso el día 1.° de Mayo, que de grado o por fuerza fuesen trasladados á Francia, los infantes, únicas personas de la familia real que quedaban en la Corte.

                De nadie es ignorado lo que sucedió en la Plaza de Oriente en la madrugada del día 2, al oír el grito de «¡Que nos los llevan!», dado por una mujer; que un famoso chispero, hombre honradísimo y popular, llamado Pedro Malasaña, arengó briosamente á la muchedumbre para que impidiera á toda costa la salida del infante D. Francisco; que Murat envió un batallón con dos piezas de artillería para reprimir el movimiento popular, y que aquella fuerza, sin haber hecho intimación alguna, rompió el fuego contra el pueblo desarmado, inaugurándose con esta villanía el sangriento combate del Dos de Mayo.

                Al estruendo de las descargas, acudieron por todas partes madrileños armados con cuantos instrumentos ofensivos hallaron á mano: chuzos, escopetas, trabucos, espadas, navajas, puñales, piedras, todo se empleó para combatir á los invasores.

                Batiéndose como leones y acosados por los granaderos imperiales, fueron los manolos y chisperos reconcentrándose hacia la Puerta del Sol; y estas turbas, sin otra dirección que la voz del más osado, compuestas de hombres, mujeres y chiquillos, mal armados y sin instrucción militar, tenían á raya á los mejores soldados del mundo y les causaban numerosas bajas.

                Uno de esos grupos de paisanos, acaudillado por el patriótico Malasaña, desembocaba por la calle Mayor y se apoderaba de las gradas de San Felipe, desde las cuales hostilizaba á los ginetes mamelucos.

                Entre aquellos figuraba, una hermosa mujer, cuyo ardor y entusiasmo inflamaban á los chisperos, y un muchacho imberbe aún, que armado de un pistolón descomunal, que la mayor parte de las veces no disparaba, se batían en primera línea.

                — ¡Viva la gracia de las mozas de rumbo!—gritó un manolo, al ver cómo la morena estrellaba una piedra sobre la frente de un soldado.

                — ¡A ellos, los guapos de Maravillas!—contestóle la morena.

                Y dirigiéndose al muchacho, que sentado en los escalones, pugnaba por disparar su arma, le dijo:

                —Anda, Antoñuelo; baja por el fusil de ese mosiú que está dando pataletas; siempre será mejor que ese armatoste que tienes en la mano.

                El llamado Antoñuelo arrojó la pistola, sacó de su chupa una navajilla, y poniéndosela abierta entre los dientes, se lanzó sobre el herido para quitarle el fusil y cartuchera, no sin mojar en su sangre la pequeña navaja que esgrimía. Un coracero vino sobre él con el sable levantado; pero antes que pudiese descargar el golpe, una pedrada de la Buen pelo, vino á hacerle vacilar sobre la silla, y su caballo, sin gobierno, emprendió veloz carrera hacia la Mariblanca.

                — ¡Bien, por los monagos de Santo Domingo! —gritó Malasaña.

                — ¡Y por las guapas de Maravillas!—dijo un chispero, disparando su enorme trabuco.

                Al ver la resistencia que desde las gradas se les hacía, los ginetes franceses se apartaron hacia la bajada del Arenal y comenzaron á disparar sus pistolas sobre el grupo de paisanos; pero éste había engrosado considerablemente con los que venían en desfilada por la calle de las Postas, y que, provistos de las armas que habían arrebatado á los muertos y heridos franceses, rompieron el fuego contra aquellas patrullas de caballería, obligándolas á retirarse en dirección al convento del Carmen.

                En aquel momento, María se apoderaba de un sable y volvía orgullosa con él hacia donde estaban sus compañeros. De la parte del convento de la Victoria sonó una descarga, rodaron sobre las gradas tres o cuatro patriotas y la Buen pelo cayó revuelta entre las víctimas. Afortunadamente, solo tenía una ligera rozadura en la mejilla y bien pronto se la vio levantarse, tomar en sus brazos á uno de los heridos y correr con él tras el grupo acaudillado por Malasaña, que, resguardándose con las esquinas, ganaba el callejón de los Negros. Persiguiéndole, salieron algunos franceses, que fueron recibidos á tiros por los paisanos, protegidos en los quicios de las puertas.

                Ya se había generalizado la lucha en todo Madrid, porque Murat, irritado por la silba con que el día anterior le había saludado el pueblo al atravesar la Puerta del Sol, tenía preparadas las tropas de manera que, desde los puestos más estratégicos, pudieran penetrar en la Villa, marchando directamente hacia el centro.

                Aquel combate desigual y desesperado, tenía ya por teatro la plaza de Antón Martín, la calle de Toledo, la de Alcalá, Plazas de Santo Domingo y Mayor y los portillos de Hortaleza y Fuencarral, no librándose !as calles transversales que unían las grandes vías unas con otras. Por otras partes resonaba la fusilería en descargas sin tregua, pues los regimientos franceses se iban reconcentrando sobre los puntos en que más empeñada era la lucha; y aunque al nutrido fuego de los imperiales se unían las cargas de caballería más violentas y repetidas, los grupos de paisanos resistían con pasmosa tenacidad y continuaban batiéndose con el mayor arrojo.

                No poco trabajo costó á Malasaña y á los suyos desfilar por las calles más apartadas en dirección á la de San Bernardo.

                Al atravesar la del Desengaño, frente al convento de los Basilios, se encontraron con una patrulla francesa que les cerró el paso. Los paisanos no podían retroceder porque ya se oía fuego por la calle de Jacometrezo; ni pasar adelante, porque aquella patrulla parecía destacada de fuerzas más considerables, cuyo ruido se sentía hacia San Martín, á la vez que por la de Valverde subía un pelotón de coraceros.

                No se amedrantaron los patriotas; pusieron rodilla en tierra y rompieron un fuego vivísimo que desconcertó á los franceses, hasta hacerles retroceder hacia la calle de la Ballesta.

                María la Buen pelo, llevando siempre el cuerpo inanimado del chispero herido en el encuentro de las gradas de San Felipe, quiso deslizarse con su carga por la calle del Barco, pero allí le esperaba un nuevo contratiempo. Un oficial de granaderos con dos ordenanzas, subía en dirección á la del Desengaño, y al fijarse en la joven sudorosa y jadeante, llevando aquél cuerpo que indudablemente era uno de los revoltosos, la cerró el paso, aunque sin ademán hostil.

                — ¿Dónde va la joven?—preguntó.

                María desenvainó el sable, sin contestar y dejando al herido en el hueco de una puerta y cubriéndole con su cuerpo se aprestó á defenderle. Uno de los ordenanzas se interpuso entre el oficial y la Buen pelo, apuntó al pecho de la maja y oprimió el gatillo; por fortuna debía haber perdido el cebo de la cazoleta, porque la piedra resbaló inútilmente.

                El oficial lanzó una blasfemia en francés y separando al soldado de un empellón, murmuró:

                — ¡Vilain!

                En aquél momento se interpuso entre María y los soldados un anciano sacerdote, que llevando en la mano un crucifijo, decía:

                — ¡Paz! ¡Paz entre hermanos!

                Un culatazo del granadero, fué la contestación que mereció el ministro del Señor, el cual, llevándose instintivamente la mano á la cabeza, donde había recibido el golpe, dijo, con mansedumbre:

                — ¡Gracias, hijo mío!

                Al ver María que el otro ordenanza se disponía á repetir la agresión, saltó como una fiera hacia ellos y clavó el sable en el cuello del francés que cayó de espaldas como herido por el rayo. Mal lo hubiera pasado la Buen pelo, si el ruido de la lucha no hubiese atraído á los suyos, los cuales desarmaron al oficial y al ordenanza haciéndoles huir calle abajo.

                La maja, entretanto, palpaba la cabeza del pobre sacerdote lesionado y cubría de besos aquellas venerables canas á las que se atreviera un miserable.

                — Pero, ¿á donde vais así, María? —preguntaba el anciano.

                — Ya lo dije á su mercé: á morir con el pueblo.

                — Deja á los hombres que ventilen sus diferencias como la pasión les aconseje, aunque mejor sería emplear la persuasión en lugar de la fuerza. Tu puesto no es este ni tus manos deben teñirse en sangre…

                La Buen pelo, por toda contestación, señaló al cura el cuerpo de Antoñuelo, moribundo, y dijo en tono solemne:

                —Los hombres mueren; las mujeres debemos cubrir su hueco,

                Vea su mercé, padre D. Bruno, cómo han asesinado los franchutes á ese pobre niño.

                D. Bruno lanzó un grito al reconocer en la víctima á su monago, y arrodillándose junto á él y reclinándole en sus brazos, comenzó á prodigarle cariñosas frases á la vez que trataba de restañar la sangre de sus heridas, rasgando su sotana y su viejo manteo para vendarlas. Antoñuelo apenas podía respirar y por el negro boquete que la bala había abierto en su costado, salían borbotones de sangre semi-coagulada, indicios ciertos de su próximo fin.

                D. Bruno le absolvió in artículo mortis y haciendo que dos de los paisanos cargasen con aquél cuerpo ensangrentado, llamó al convento de San Basilio, pidiendo hospitalidad para el moribundo, mientras que María y sus compañeros deslizándose por la calle del Barco, procuraban ganar la del Pez para salir á la de San Bernardo.

*             *             *

                Los patriotas iban siendo rechazados en todas partes, en virtud de las acertadas disposiciones estratégicas que el día anterior tomara el duque de Berg.

                Los más animosos se dirigían en nutridos grupos hacia el Parque de Artillería, custodiado entonces por ochenta soldados franceses y catorce artilleros españoles, al mando del capitán del arma D. Luis Daoiz.

                Malasaña volvió á repetir su arenga de la plaza de Palacio, con la cual arrebató á la multitud que prorrumpió á gritos:

                — ¡Al Parque! ¡Vamos al Parque por armas y municiones!

                Al salir los amotinados á la calle de San Bernardo, vieron venir hacia ellos á un capitán de artillería, que acompañado de otros dos soldados y armado de un fusil, se agregó á ellos, diciéndoles:

                — Vamos, vamos á batirnos; es preciso morir.[1]

                Aquel intrépido oficial era D. Pedro Velarde, que en compañía del escribiente meritorio D. Manuel Altamira y de su ordenanza, se dirigía al cuartel donde se alojaba el regimiento de infantería Voluntarios del Estado, del cual era teniente D. Jacinto Ruiz Mendoza.

                Seguidos del pueblo que les vitoreaba entusiasmado, llegaron al cuartel. Velarde, Altamira y Ruiz celebraron conferencia con el comandante de dicho cuerpo marqués de Casa- Palacio, el cual les negó una compañía que creían les bastaría para apoderarse del Parque. Tras de mucho rogar y no menos discutir, accedió á que salieran cuarenta hombres al mando del capitán Don Rafael Goicoechea y los tenientes D. Jacinto Ruiz, Don José Ontorio y Tomás Burguera, á cuya fuerza iba agregado el cadete del regimiento D. Juan Vázquez y Afán de Rivera, joven que aún no había cumplido los trece años.

                Hallábase entonces D. Luis Daoiz leyendo una orden del capitán general que le recordaba los deberes de la disciplina y le ordenaba, que en caso necesario, contrarrestase la insurrección popular. No se necesitaba ser un lince para comprender el estado de ánimo del joven artillero; bastaba reparar en su semblante ceñudo y en la crispadura de la mano que sostenía la orden, para comprender que más que la disciplina, le dominaba el patriotismo, excitado por el estruendo de la conmoción popular, que al grito de ¡viva España!, se arremolinaba á las puertas del Parque.

                Velarde consiguió que se le facilitase la entrada, y en unión de Ruiz desarmó á la guardia, recluyéndola en una cochera que había en el patio, mientras su compañero Daoiz, animado con el hermoso espectáculo que ofrecía el ardor de aquellos bravos, rompía en mil pedazos la orden antipatriótica que se le había dado. Inmediatamente abrió las puertas del Parque, armó á los paisanos y enlazando su diestra con la de Velarde, juró perecer entre las ruinas antes que el francés profanase con su planta aquél recinto sagrado.

                Aunque el Parque era un caserón que formaba parte de una manzana, sin fortaleza ninguna y sin defensas, bien pronto el ardor de los paisanos y los mismos obreros militares le pusieron en condiciones, si no de sostener un sitio en regla, al menos de poder defenderse contra fuerzas de infantería.

                Malasaña y los suyos arrastraron á brazo cuatro cañones, que distribuyeron convenientemente bajo la dirección de Daoiz y Velarde, y con su fuego pusieron en vergonzosa fuga á un destacamento francés que se atrevió á dar vista al Parque.

                Mientras estos sucesos se desarrollaban en el exterior, en el interior se sacaban del almacén armas y cajas de municiones, se curaba á los heridos retirados de la lucha, se distribuían las fuerzas de paisanos, y éstos, alentados por el heroico teniente Ruiz, relevaban á los que carecían de municiones, y hacían un verdadero estrago en las filas francesas.

                Notábase en la línea de fuego, por la calle que hoy se llama del Dos de Mayo y entonces de San José, la presencia de dos heroicas mujeres, en la flor de la vida y en la embriaguez, del entusiasmo, las que unas veces disparando los fusiles de los que caían heridos, otras conduciendo y distribuyendo municiones, contribuían poderosamente á la defensa del Parque.

                La más joven, que apenas contaría veinte años, era Manuela Malasaña, hija del bravo chispero; la otra, era la heroica y animosa María la Buen pelo, que, con la ropa desgarrada, el pecho lleno de sangre, que aún fluía de su herida mejilla, y el cabello en desorden, parecía la imagen de la venganza.

                Murat, que había sabido la derrota del destacamento que como refuerzo enviara á la guardia del Parque, mandó inmediatamente que una división al mando de un general, con caballería y artillería, hiciese inútiles los esfuerzos de los valientes que allí se defendían.

                El ardor de estos creció á la vista de enemigos tan numerosos.

                — ¡Animo!—gritaba la Buen pelo — No hay que desperdiciar un tiro, salaos: á los jefes, primero…

                Malasaña, al lado del teniente Ruiz Mendoza, se batía con sus chisperos dándoles la enseñanza del ejemplo; tronaba el cañón manejado por el mismo Velarde, y unos á otros se alentaban con gritos de patriótico entusiasmo, cuando se vio vacilar al heroico capitán, llevarse la mano al pecho, y caer en brazos de un paisano y de Manuela Malasaña, que se encontraba al lado de la cureña.

                Un grito de rabia brotó de mil labios, al ver herido de muerte á tan prestigioso jefe y una exclamación de angustia vino á ensombrecer más aquel cuadro de heroica desesperación.

                — ¡No hay municiones!—dijo un paisano que conducía una caja semi-vacía.

                — ¡No importa!—exclamó Malasaña—Hay piedras… Partid piedras del patio y cargad con ellas los cañones…

                — Curro—dijo la Buen pelo á un paisano;— ven conmigo; vamos por piedras de chispa, que las hay en abundancia.

                — ¡Alza, graciosa!—contestó el interpelado, preparándose á seguirla.

                Pero al retirarse de su puesto, una bala francesa le hizo caer sin vida.

                — ¡Canallas!—rugió María, amenazando á los franceses con el puño.

                Y tomando veloz carrera, desapareció entre las nubes de humo y de polvo que llenaban el patio.

                Los Voluntarios del Estado batíanse como leones al mando de Ruiz, viéndose en primera línea al cadete Vázquez que no descansaba, disparando y cargando su fusil.

                El valor heroico de aquel niño, la serenidad que mostraba en el combate y la precisión y celeridad con que cargaba su arma, como si estuviese en un ejercicio, electrizaban no solo á los soldados sino á los mismos paisanos, que parecían cobrar alientos mirando su rostro infantil.

                La Buen pelo había regresado, conduciendo sobre sus hombros un pesado saco de balas, y en las recogidas haldas multitud de piedras de fusil; pero en su rostro antes animado y hasta risueño, pintábanse el dolor y la ansiedad. Con las municiones que porteaba, traía una funesta noticia: la muerte de Velarde.

                — Tío Pedro— dijo á Malasaña, en voz baja para que los que le rodeaban no se diesen cuenta:— ¡ha muerto el capitán!

                — ¡Rayos del cielo!—rugió Malasaña, apretando convulsivamente el fusil.

                — Acabo de verle expirar… Su rostro estaba sereno, sonriente…

                — Un patriota menos y un mártir más— dijo una voz sombría y temblorosa.

                Era la de Daoiz, que de este modo acababa de tener noticia de la muerte de su compañero.

                Ya los disparos de los franceses iban aclarando demasiado la fila de los chisperos, cuyos huecos se rellenaban difícilmente, por más que las dos heroicas Marías se multiplicasen por acudir á todas partes. De los cuarenta Voluntarios del Estado que habían salido del cuartel con Velarde y Ruiz, apenas quedaban cuatro o cinco, cuando una bala vino á estrellarse en el pecho del heroico cadete Vázquez.

                Irguióse el pobre niño, lanzó una mirada en torno suyo, y cayó muerto sin pronunciar una palabra.

                La Buen pelo dio un estridente grito y arrojándose sobre él, le reclinó en su falda, pero al ver que era cadáver, le besó en la entreabierta boca, sollozando:

                — ¡En nombre de la patria!

                Estas fueron sus últimas palabras.

                Un disparo de metralla destrozó su cráneo, y la Buen pelo y el niño volaron juntos á la eternidad.

*             *             *

                Muerto traidoramente Daoiz, herido y fugitivo el teniente Ruiz Mendoza y rodeados los patriotas por todas partes, los franceses recuperaron el Parque.

                Malasaña y los suyos se retiraron batiéndose por la calle de la Palma á la de San Andrés, donde el bizarro Pedro tenía su morada; con él se hicieron fuertes en la casa y resistieron hasta que muertos Malasaña, su esposa y su hija, con la mayor parte de los que le siguieron, los supervivientes apelaron á la fuga.

*             *             *

                Había anochecido.

                La iglesia de Maravillas, obscura y solitaria, estaba alumbrada únicamente por dos velas desiguales encendidas en un altar, y la agonizante luz de la lámpara que ardía ante el Sacramento.

                En aquella tenebrosa obscuridad se divisaban las confusas siluetas de dos cadáveres tendidos sobre una miserable estera.

                A su lado, un anciano rezaba arrodillado las preces de Difuntos, interrumpidas frecuentemente por los sollozos. Era el buen D. Bruno que cumplía sus deberes sacerdotales ante los cuerpos inanimados del cadete D. Juan Vázquez y María Felipa Corte (a) la Buen pelo[2]

                Y mientras las preces del sacerdote se elevaban al cielo, la tierra se estremecía al ruido de las descargas con que los franceses fusilaban á los prisioneros en el Retiro y la Moncloa, y cuyos ecos venían á ser, á despecho de sus mismos enemigos, la salva de honor rendida ante el féretro de los mártires de la patria.

ANTONIO PAREJA SERRADA, para la revista Por esos mundos. 1/5/1911


[1] Histórico.

[2] Cinco fueron las mujeres muertas en la lucha: Manuela Malasaña, Clara del Rey su madre, María Beana, Angela Villapando y María Felipa Coste, la Buen pelo (N. del A.)

LA EXPEDICIÓN DE LA ROMANA

febrero 27, 2024

GUERRA DE INDEPENDENCIA. SERIE. CAP. 2

febrero 22, 2024

GUERRA DE INDEPENDENCIA. SERIE. CAP. 1

febrero 21, 2024