SICUENDES, QUIZÁS SIETE CONDES

            – ¡A su derecha Don Sancho, échese a su derecha! –gritaba Don García-. Más adelante hay un vado por el que podremos atravesar el Bedija.

           El conde de Nájera, Don García Ordoñez se las veía y se las deseaba, para haciendo serpentear a su caballo, interponerse en la trayectoria de las flechas que dirigían al infante Sancho Alfónsez los infames sarracenos. Al mismo tiempo, no debía separarse demasiado del muchacho. Pero lo peor, era que su caballo no aguantaría mucho tiempo más ese castigo sin desplomarse agotado.

           Afortunadamente, hacía tiempo que no sentía que les dispararan, ni que nadie les siguiera. Más o menos desde que dejaron atrás el poblado de Sicuendes. Ahora parecía que se hubieran quedado solos, atrás debió quedar el conde Don Martín Fláinez, caído sin duda, por favorecer la huida del infante.

           – Con trece años ya es un hombre -había dicho el rey, Don Alfonso.

           – Pero Majestad, sigue siendo un niño –le replicó Don García.

           – No os pareció que era tan niño cuando aprobasteis mi decisión de darle la gobernación de Toledo

           – Pero es que eso no es lo mismo que mandarle a la guerra.

           – Para él es una gran oportunidad acudir en representación mía, el mando efectivo lo tendrá Álvar Fáñez. Yo todavía no puedo participar en una campaña.

           – No definitivamente, su Majestad no puede acudir -intervino el conde de Cabra-. Por fortuna, Nuestro Señor quiso salvarle la vida, después del desastre de Salatrices, pero todavía no está repuesto de la herida, que a punto estuvo de llevárnoslo.

           – Y descuidad, que no va solo -dijo el soberano-. No correrá peligro –el rey bajo el tono de voz y entornó los ojos-. Vos le acompañareis. Me tranquilizara saber que vos responderéis ante mí, con vuestra vida de cualquier fatalidad que pueda surgir.

           – Siendo así, yo también quedo más tranquilo -contestó Don García, molesto por el acicate, del todo innecesario.

           Su caballo no aguantaría mucho más. Le  dolía a él cada vez que tenía que espolear los costados de su fiel caballo. Cuántos momentos de enorme satisfacción le había proporcionado. Y cuántas veces el noble animal le había permitido salir de situaciones en las que su vida estaba en peligro. Si lo conseguía, esta seria la última, porque el caballo dejaría la suya. Eso era seguro.

           – Apure Don Sancho- gritó Don García.

           Si no hubieran quedado aislados, habrían podido huir bajo la protección del resto del contingente. Ahora, la suerte estaba echada y pintaban bastos. En cualquier caso, entregaría la vida antes de permitir que el muchacho sufriera algún daño. Sabía que el rey no se lo perdonaría, después de cinco matrimonios y dos concubinas, este era el primero y, hasta ahora, único heredero barón. Pero no era necesario, nunca le hicieron falta estímulos para cumplir con sus obligaciones, siempre había tenido a gala exigirse el máximo en las tareas que se le encomendaban. Tampoco saber que en esta situación, su propia vida estaba condicionada a la del infante. La razón de su celo estaba en el cariño. El cariño que desde que le hicieron preceptor del por entonces un niño, había ido creciendo hacia un muchacho vivaz y amable con él, que le había hecho olvidar que era el hijo de Zaida, la que había sido nuera de Almutamid. Ese cariño le había llevado a olvidar que Sancho no era su hijo.

           – Apure Don Sancho, si no quiere que esos seguidores de la secta nos den alcance- gritó.

           Fue decirlo y el infante se giró sobre su montura, mostrando gran alarma en su expresión.

           – ¡Ayo, ayo! –dijo-. Han herido a mi caballo.

           Un instante después, montura y jinete rodaban por los suelos. No había tiempo para recoger al infante y continuar la huida. Además, su caballo no podría con los dos, tal y como se encontraba. Don García echó pie a tierra y tras recoger su escudo, fue hasta donde estaba el infante. Buscarían dónde esconderse.

           Ya no había tiempo, los sarracenos llegaban, y les habían visto. Desenvainó su espada y se puso en guardia, entre el infante y sus perseguidores.

           Poco después estaban rodeados, Don García puso al niño entre él y su escudo.

           – Estate quieto, Don Sancho, no te muevas que te herirán.

           Allí se batía valientemente Don García, a pesar de que solo un milagro salvaría sus vidas. Los sarracenos acabaron rodeándoles y como una manada de lobos, se turnaban para acosarles. Finalmente fue herido en un pié y se desplomó. Al caer cubrió con su cuerpo el del niño. Con el mismo filo murieron los dos.

           Todos los nobles, que habían conseguido sobrevivir al desastre, cuando consiguieron llegar a Toledo se presentaron ante el rey. El monarca estaba roto por el dolor, y permanecía inmóvil sentado en su sitial. Nadie se atrevía a levantar la vista del suelo

           – ¿Dónde está el infante Don Sancho? –dijo de repente- ¿Dónde está el que un día habría de ser vuestro rey?

           El monarca se levantó y acercándose se encaró a los presentes, y volvió a preguntar.

           – ¿Dónde está mi hijo? ¿Qué hicisteis con la alegría de mi vida? Él que habría de ser el consuelo de mi vejez. Mi único heredero.

           Solo el Conde Gómez, dolido, se atrevió a levantar la mirada y a tomar la palabra.

           – No fue a nosotros a los que encomendasteis al hijo por el que preguntáis –dijo claramente molesto.

           El rey dio media vuelta y volvió hasta el sitial, allí arreglo su manto para que no le estorbase al sentarse, pero volvió a levantarse para acercarse hasta donde estaba el grupo de nobles.

           – Dices bien, se lo encomendé a otro. Pero erráis si no os sentís responsables de su vida. Si lo erais del resultado de la batalla, también lo erais de su seguridad, como representante mío en la batalla que era.

           Volvió nuevamente hasta su sitial, y ahora sí tomó asiento.

           – El que estaba, especialmente, encargado de protegerle -continuó diciendo-, lo hizo hasta que finalmente entregó su vida en ese acto. Vosotros en cambio, le abandonasteis, ¿cómo os atrevéis a presentaros ante mí, si no es para implorar mi perdón y después acompañarme en mi dolor?

           El rey escondió la cara entre las manos y sollozó de modo inconsolable. Álvar Fañez que llegaba en ese momento, comprendiendo lo que pasaba hizo un ademán para indicarles que salieran. El conde de Gómez confirmó la orden al resto, al tiempo que comento algo que el rey no pudo escuchar.

           – Vayámonos. El dolor le tiene perdido el juicio. El tiempo obrará. Dejémosle ahora.

© Miguel Reseco

 Lo demás es historia, léelo en  el siguiente enlace:

 LA BATALLA DE UCLÉS

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